PEDRO APONTE VÁZQUEZ, PUERTO RICO

Pedro Aponte Vázquez

PUERTO RICO



A LA MEDIANOCHE 

A las atletas boricuas

El anunciado día de visitas les proveyó la inesperada oportunidad de entrar serenamente en la vigilada instalación y recopilar datos que habrían de serles de enorme utilidad. Pamela, Landof y otros dos compañeros llegaron por separado, comenzaron sus observaciones desde el portón principal y se integraron en el resto del público que acudía por mera curiosidad. Escudriñaron el área y la periferia pertinente; observaron dónde estaban los puestos de vigilancia, determinaron el número de militares que los manejaban y contaron el número de aviones en la pista.

Por la noche Pamela los reunió y estudiaron con entusiasmo los datos recopilados. Analizaron detenidamente todos los detalles, por insignificantes que pudieran parecer, tanto sobre el personal como del área geográfica, de modo de poder ejecutar con el menor riesgo posible para ambas partes. Así identificaron tres opciones para penetrar en la instalación: desde una laguna colindante con la base; abriendo un camino paralelo a la habitual carretera de acceso; y por medio del mangle que la bordeaba por un lado. Examinaron con paciencia las opciones y planificaron durante los siguientes dos meses las probables entradas y salidas por cualquiera de los medios disponibles. Finalmente optaron por la ruta del mangle. Pamela la había propuesto sobre las objeciones de Landof porque, aunque ofrecía más dificultades, era la de mayor seguridad para todos. Por precaución no descartaron recurrir, de ser necesario, a cualquiera de las otras opciones consideradas.

De esa reunión surgió una subcélula que bajo el mando de Landof tenía la encomienda de estudiar simultáneamente las características del mangle, los cambios de guardia y otros movimientos internos en la base, así como el número conveniente de participantes y la cantidad y características de los recursos materiales que necesitarían. El propio Landof tendría la encomienda de coordinar la salida de los combatientes la noche del ataque hacia el lugar acordado y de asegurarse de que todos salieran con el tiempo suficiente para llegar a la hora indicada.

Comenzaron sus estudios sobre el terreno y a analizar los detalles pertinentes. Sus integrantes se adentraron en el mangle haciéndose pasar por pescadores de jueyes y, encaramados en árboles bajo las constantes picadas de los insectos y aspirando inevitablemente la característica pestilencia de las aguas, observaron minuciosamente los movimientos dentro de la base. Así determinaron, al cabo de dos meses más, cuándo estaban los aviones en tierra, cuándo salían, cuándo regresaban y los horarios de cambios de guardia.

Crearon subcélulas de comunicaciones, de apoyo, de demoliciones, de recogida, de distribución y de servicios médicos. Además, activaron otras tres de combate, una para el área interna y otras dos para la externa. Una célula por sí sola constituía un Centro de Comunicaciones que se ocuparía de mantener contacto con todos los grupos, internos y externos; recibir y transmitir información sobre el progreso de la operación; anunciar retiradas, cambios tácticos y vías contingentes de retirada. Sobre todo, debía constatar que todos los relojes estuvieran siempre sincronizados. Otras dos células albergaban cada una cinco subcélulas. Cada célula tenía una persona que coordinaba con Pamela, la única que conocía a todos los dirigentes de células.

La subcélula de apoyo debía garantizar que se ejecutara la operación frente a cualquier contingencia, por lo que sus miembros estarían listos para entrar en combate en cualquier momento. Para ello contaban con armas modernas y abundantes municiones. Tenía la responsabilidad, además, de garantizar la retirada organizada de los tres grupos de infiltración. Estaban apostados en puntos clave de posibles llegadas del enemigo de procedencia externa.

Las componentes del grupo de demoliciones —dos de ellas en estado de gestación— llevarían explosivos suficientes para destruir doce aviones; se infiltrarían en las áreas correspondientes; colocarían y activarían los explosivos; se retirarían inmediatamente, e informarían al Centro de Comunicaciones la conclusión de su encomienda. Luego procederían a reagruparse con los otros combatientes en el punto donde se les recogería para ser redistribuidos.

Los combatientes escogidos tenían experiencia en las tareas que se les asignaron, pero ensayaron repetidas veces para perfeccionar la operación. A cada participante se le llevó sobre el terreno a ensayar sus respectivas tareas de modo que conociera al dedillo las rutas de entrada y salida y, sobre todo, a hacerlo dentro del tiempo estipulado. Por eso, cada cual, tanto en los grupos externos como internos, se perfeccionó en su tarea a través del ensayo continuo con énfasis en el factor tiempo. Landof era el responsable de esta encomienda, por cuyo éxito respondía directamente a Pamela.

El ataque sería realizado la noche del último día del año. La retirada debía tomar exactamente doce minutos desde el momento de colocar los últimos explosivos. Cuando ocurrieran las explosiones, todos debían estar abordando los respectivos vehículos para emprender el regreso y acudir cada cual a incorporarse tarde, pero seguro, a la tradicional celebración del Año Nuevo con sus respectivas familias.

Era sumamente importante que los explosivos detonaran exactamente a la medianoche, en el momento preciso de la despedida del año. Así se aprovecharía la distracción general en todo el país, los jolgorios y los ruidos de petardos, cohetes y disparos al aire, los que podrían muy bien camuflar las explosiones y hasta un enfrentamiento armado que pudiera surgir. Para ello era imprescindible estar media hora antes de la medianoche —ni un minuto más ni un minuto menos― en el lugar acordado a la orilla del mangle.

Nada fácil fue lograr cada uno de los acuerdos entre los líderes de las células y Pamela debido a las continuas interferencias de Landof, su auxiliar en esta misión. Ellos eran los de más experiencia en el desarrollo y ejecución de actividades clandestinas, pero el comandante supremo había señalado durante una reunión del Comité Central que Landof no debía participar en la ejecución del plan porque sufría problemas de salud y, encima, resentía estar subordinado a Pamela. Landof la rechazaba no solo porque, contrario a él, ella nunca había sido arrestada, encausada y encarcelada, sino también —según dijo— por su condición de mujer con las complicaciones que supone estar casada. Él si había cumplido una condena de siete años de cárcel durante la cual sufrió humillaciones y hasta angina de pecho y, además, estaba soltero. (El líder de una célula me contó que Landof se había divorciado por haberse enterado de que, luego de visitarlo en la cárcel, su mujer salía con un guardia del penal y se comentaba que por eso, y no por él, ella nunca faltó a un día de visitas).

Pamela alegaba, por su parte, que el hecho de que nunca la habían arrestado durante tantos años de constante actividad clandestina demostraba que se desempeñaba con más habilidad y no se le debía penalizar por ello. Sostuvo que, aunque estaba casada, su esposo era líder de una de las células que participarían en el ataque. El Comité Central confió en que Landof pondría los intereses patrios por encima de sus resabios personales y lo mantuvo en el dispositivo.

Llegada la víspera del nuevo año, a Landof, en un cuarto a media luz tirado sobre un catre, se le revolcaban los jugos gástricos como si estuvieran en medio de una tempestad  mientras pensaba que le había tocado contribuir al éxito, no del operativo, sino  de Pamela. Ya no veía su papel como el de una pieza importante de una trama complicada dentro de una conspiración revolucionaria. Ahora, la noche del gran golpe, revolvía consternado sus pensamientos alrededor de aquella mujer de sesenta y tres pulgadas de estatura que, estaba seguro, se creía mejor revolucionaria que él y encima tenía que asegurarse de que aquella operación que ella, sí, ella, comandaba, transcurriera a la perfección. Estaba convencido desde lo más adentro de su ser de que en las mujeres no se debe confiar y más bien merecen todos los vejámenes imaginables.

Repetidamente se levantaba y recorría el cuartucho con la respiración acelerada y el  estómago en llamas. Con la ventana abierta de par en par, rasgaba con la mirada la oscuridad que arropaba la vegetación y por momentos se quedaba absorto. Regresaba al catre y se acostaba a contemplar el plafón. Cerraba los ojos y los apretaba como si quisiera evitar que se le escaparan. Recordaba sus días en la cárcel: las cortas visitas de su esposa; la causa de su divorcio, lo que por poco lo liquida; la imagen de seguridad y aplomo de Pamela con sus largas trenzas negras… Sentía que se le apretujaba el pecho y un dolor se le regaba por los hombros. Por momentos iba y venía sudoroso, con pulsaciones apresuradas.

Le faltó el aire. Se sentó en la orilla del catre. Sin voltear la cabeza miró ansioso hacia arriba, hacia abajo, hacia uno y otro lado. Unas náuseas súbitas lo hicieron correr hacia la ventana. Allí miró de reojo su reloj… Se acercaba la hora indicada para ordenar a las células salir hacia la reunión a orillas del mangle.

En la pista reposaban tranquilos, en la oscuridad de la noche, diez aviones enemigos sin centinelas a la vista. Todos los miembros de las células y subcélulas estaban en sus lugares correspondientes esperando ansiosos ser recogidos una vez Landof diera la orden de salida. Pero la orden no llegaba. El plan no había previsto esa situación y nada había en el protocolo sobre cómo proceder ante la contingencia.

El Centro de Comunicaciones consultó a Pamela. Ella optó por asumir la encomienda que le correspondía a Landof y ordenó iniciar de inmediato los pasos acordados y tantas veces ensayados. Los miembros de cada célula salieron apresurados por las rutas previstas hacia el punto final de reunión a la orilla del mangle. Cuando llegaron, escucharon las detonaciones de la medianoche en celebración del Año Nuevo.

Pamela le ordenó a cada líder de célula ejecutar el plan dispuesto para cuando finalizara el ataque y se dirigió hacia el cuartucho de Landof. Allí lo encontró exánime, con las manos en el pecho y la mitad del cuerpo colgando por la ventana.

 


EL ENEÚNO

Salvador visitaba al prócer diariamente, a veces más de una vez al día, para saber de su estado de salud y ansioso por realizar cualquier tarea que fuera menester.  Durante los últimos años se había distinguido por su dedicación a la causa y en más de una ocasión había demostrado su abnegación y su sentido del sacrificio.

El muchacho, de unos 23 años, se caracterizaba por el hecho de visitar espontáneamente a sus compañeros del Movimiento Libertador en sus talleres de trabajo con el debido disimulo, o en los lugares públicos que aquellos frecuentaban o en sus propios lugares de residencia. Su propósito era saber si necesitaban su ayuda para alguna gestión patriótica o aun de carácter personal. Eso sí, siempre lo hacía al nivel individual porque, según insistía, un militante no tenía por qué enterarse de lo que planificaba hacer otro militante si no formaba parte del plan. Por eso, rutinariamente advertía: Que no sepa la izquierda lo que hace la derecha –por más que le explicaran que la máxima no aludía a la, sino a tu: ¡tu izquierda, tu derecha! En fin, que sus contactos con cada cual y los planes que discutieran tenían que permanecer secretos.

Él era siempre el que más materiales de formación política distribuía y, cuando había que vender algo, como libros o números para rifas, siempre lo vendía todo antes que los demás. Es más, a veces era el único que vendía todo lo que le habían encomendado. Además, nunca se le oyó quejarse de que estuviera sobrecargado de tareas o de responsabilidades. Más bien se desvivía por asumir encomiendas de las que otros huían.

Esa conducta ejemplar de Salvador llevó a la Junta Nacional del Movimiento a hacer la excepción de admitirlo en sus filas al cabo de solamente seis meses sin que tuviera que satisfacer todos los estrictos requisitos de admisión ni la temida ceremonia de iniciación.

Y no es que Salvador viniera de una de esas familias que rebosan de patriotismo cual si lo llevaran en los genes, como las hubo otrora en el país. Su encuentro con el Movimiento Libertador en realidad había sido fortuito.

Toñín, conocido como el Guerrillero de Cedro Abajo, le contó al Viejo que una tarde salía con Pablo de una oficina en el Barrio Obrero de Santurce –una de las muchas a las que ambos acostumbraban ir periódicamente en busca de la correspondiente aportación económica–, cuando inadvertidamente se le cayó a Pablo un sobre en el cual venían acumulando desde temprano en la mañana todo lo que recaudaban. Montaron en la cacharra y partieron con la suerte de que Salvador vio caer el sobre, lo recogió, vio su contenido y corrió gritando agitado tras el vehículo hasta que ellos se detuvieron.

–¡Se les cayó esto! –les dijo con respiración acelerada, al tiempo que le extendía el sobre a Pablo. Este lo tomó, lo examinó someramente, le agradeció su honestidad y se detuvieron a conversar con él y así conocer algo más sobre su persona. No le dijeron, por exigencia de la disciplina, en qué tipo de gestiones se encontraban y él no les preguntó.

–Yo también trabajé unos meses de cobrador acabando de graduarme de escuela superior, pero no me gustó –se precipitó a decirles, aparentemente en la creencia de que se dedicaban a cobrar cuentas delincuentes. Ellos, sin haberse puesto de acuerdo, prefirieron dejarlo con esa impresión.

–Ahora me dedico a hacer emplazamientos –agregó.

Entonces Toñín, como le causó buena impresión la honestidad del muchacho, le preguntó cómo podrían volver a verlo. Salvador respondió que frecuentaba aquellos predios y los tres auguraron que seguramente volverían a encontrarse, sobre todo porque ya él los conocía de vista por verlos con frecuencia por allí.

En efecto, volvieron a verse y a conversar varias veces en aquel mismo lugar y finalmente Pablo lo invitó a asistir a las reuniones de la Junta de Santurce del Movimiento Libertador. Alrededor de un año después estalló la insurrección y líderes y seguidores –además de muchos meros simpatizantes– pararon en prisión. Salvador escapó de ser encarcelado, hecho que atribuyó a sus supuestas habilidades histriónicas.

Cuando unos tres años después el régimen optó por expulsar al Viejo de la cárcel para que no fuera a morírsele allí, ya Salvador se había ganado la confianza no solo de Pablo y de Toñín, sino, además, de otros veteranos y veteranas de aquellas lides, algunos de los cuales ya habían cumplido más de una cuota de cárcel. Todos veían en él un modelo de patriota digno de emular y los que eran mucho mayores que él, como el propio Pablo, lo trataban como a un hijo. Él, por su parte, soñaba con pertenecer a la Junta Nacional.

El prócer salió de la prisión en muy malas condiciones de salud y estaba en su lugar de residencia, la casa club del Movimiento Libertador, tratando de recuperarse al tiempo que seguía ejerciendo sus funciones de presidente. Las diversas organizaciones de espionaje sabían que aun dentro de su gravedad seguía activo, ya que lo acechaban sistemáticamente y acumulaban información sobre él y sus seguidores en carpetas diseñadas expresamente con ese propósito. Para ello tenían informantes dispersos que se comunicaban periódicamente con sus respectivos oficiales de contacto. Además, contaban con altos funcionarios gubernamentales en las tres ramas de gobierno deseosos siempre de proveer cualquier información en su poder que les fuera solicitada sobre asuntos pertinentes al Viejo, así como relacionados con los principales militantes del Movimiento. Algunos, como el Comisionado de Instrucción, el Procurador General y el Secretario de la Corte Suprema, hasta proveían información sin que se la pidieran.

Ahora había cobrado urgencia para el régimen mantenerse al corriente en torno a su estado de salud, pues los que ocupaban cargos en los más altos niveles de aquellos organismos de represión estaban seguros de que su muerte, según los informes de los médicos, era inminente.

Como los atropellos de los cuales él había sido víctima en la prisión habían llegado a conocimiento del público a través de la prensa escrita y radial, los espías y los informantes no tenían la menor duda de que surgirían actos coordinados de violentas represalias contra el régimen cuando muriera. Por consiguiente, era imperativo estar preparados no solo aquí, sino también en la metrópoli, para repeler la violencia y encarcelar en el menor tiempo posible a los militantes y a todos los que simpatizaran o parecieran simpatizar con el Movimiento.

Toda vez que Salvador mantenía contacto directo con otros militantes, diariamente le informaba al Viejo, temprano por las mañanas, de los sucesos del día anterior; del progreso de sus planes; del dinero que hubiera recaudado en las ventas de libros y de números para rifas; de las armas de nueva adquisición; de si había logrado identificar a algún agente encubierto y de cualquier acto de indisciplina de algún militante. A veces iba más allá y hasta sugería por iniciativa propia la ejecución de actos específicos de violencia en desafío al régimen. Él estaba en la creencia de que esas iniciativas lo acercaban más al día en que recibiría una carta del líder diciéndole que formaría parte de la Junta Nacional.

Una tarde, durante la conferencia de prensa que el Viejo realizó en su lugar de residencia cuando salió expulsado de la cárcel, Salvador, buscando congraciarse con él, profirió palabras insultantes contra el gobernador colonial, por lo que su líder lo paró en seco sin contemplaciones con la tajante advertencia de que él no permitía que allí se hablara en términos injuriantes contra persona alguna. Toñín le comentó luego a Pablo que Salvador habría querido que en ese momento se lo tragara la tierra.

Pero Salvador no se amilanó. El día siguiente, visitó al Viejo más temprano que nunca y le contó agitado que agentes de espionaje político de la Policía –en aquella época llamados de Seguridad Interna– habían estado siguiéndolo por todas partes, que lo provocaban de palabra y que se habían presentado a hacer preguntas sobre su persona en su vecindario y por la noche en su lugar de trabajo.

–La represión es parte inseparable de la lucha–, le respondió el Viejo –y  tras una breve pausa agregó–: Por eso se llama lucha.

Mientras tanto, el N-1, el hábil agente encubierto de la Policía que más cerca del Viejo había logrado llegar en esa época, le sometía periódicamente informes orales telefónicos en relación con las actividades generales del Movimiento Libertador en la zona de la capital y sobre el estado de salud del Viejo a un Teniente que era su oficial de contacto. Ese oficial, cuyo nombre en clave era el Monge, mantenía al día, con datos que el N-1 y otros encubiertos le proveían, un registro de los lugares de residencia y de empleo de los miembros del Movimiento y de sus simpatizantes. Esta información habría de facilitarle al régimen el arresto de esas personas ante sucesos de violencia inesperados y, especialmente, en reacción a la inminente muerte del legendario líder.

El Eneúno había comenzado su espionaje del Movimiento Libertador desde afuera, cuando tenía unos 19 años, a través de la amistad que tenía con uno de los miembros del Movimiento que había sido su condiscípulo desde la escuela elemental hasta graduarse ambos de la escuela superior. Por medio de él fue enterándose disimuladamente, entre otros detalles, de quiénes eran los miembros más activos en la capital, a qué tareas patrióticas se dedicaban, dónde residían y quiénes les pagaban sus fianzas cuando eran arrestados.

Mientras tanto, seguía ganándose hábilmente la confianza cada vez de más miembros mediante acercamientos individuales y, cuando no hablaba personalmente con alguno de ellos, procuraba extraerles información a aquellos con los que sí se reunía. Así supo que los militantes escondían armas en lugares distintos por toda la isla; que practicaban tiro al blanco en fincas en Ponce, Cayey, y Dorado y que el Viejo había enviado instrucciones a Nueva York y a Chicago por medio primero de Rosa y luego de Isabel, dos de las más activas militantes, para que se llevaran a cabo ataques armados en lugares estratégicos y en fechas que los propios líderes de las Juntas de esas ciudades seleccionaran.

El Eneúno averiguó hasta quiénes contribuían económicamente al Movimiento y quiénes recogían las aportaciones y que la Junta Nacional adquiría armas y  las rifaba entre los militantes que no tenían; que algunas de esas armas eran sustraídas por miembros de la Guardia Nacional que se las vendían al Movimiento; que en algunos casos se las obsequiaban y que, con el producto de la venta de números, adquirían más armas y hacían más rifas  y supo de otros asuntos de menor importancia que no dejaban por ello de ser útiles. El N-1 era sin duda uno de los más valiosos agentes encubiertos con los que contaba el régimen.

Salvador, por contraste, tuvo ocasión de demostrar dramáticamente su patriotismo y entrega al ideal nada menos que la noche del último arresto del prócer. Él había estado mirando hacia la calle insistentemente por las persianas desde la casa club y observó la llegada de un gran contingente de policías y detectives fuertemente armados. Informó de inmediato a sus compañeras y compañeros y, sin pensarlo dos veces,  bajó airado a la calle, insultó a los policías con los más groseros epítetos y, cuando varios agentes se propusieron arrestarlo, repartió patadas a diestra y siniestra y allí mismo formó un tremendo revolú hasta que policías uniformados se lo llevaron a rastras hacia la perrera y abandonaron el lugar. Mientras iba en la perrera, Salvador no pensaba que esa noche dormiría en la cárcel, sino en que luego de su sacrificio El Viejo no tendría duda alguna de lo valioso que era para el Movimiento y por fin lo haría miembro de la Junta Nacional.

Los agentes no lo agredieron en el proceso, cual acostumbraban hacer cuando actuaban contra los miembros del Movimiento, y algunos militantes especularon que no lo hicieron porque los fotógrafos de la Prensa estaban tomando fotos.

Esa noche, luego de un intenso tiroteo, un policía militar de la metrópoli derribó a hachazos la puerta de la casa club, penetró en la misma con  numerosos agentes bajo su mando y se llevó bajo escolta al Viejo y a sus compañeras y compañeros que allí se encontraban.

Los noveleros comenzaron entonces a dispersarse y algunos se dirigieron a los cafetines del vecindario a comentar sobre los históricos sucesos. Las pocas mujeres que habían podido responder al urgente llamado de la curiosidad regresaron apresuradas a sus casas a informar a las vecinas que no habían podido acudir antes de que sus respectivos maridos regresaran de los cafetines.

Durante varios días subsiguientes continuaron los arrestos de otros militantes y hasta de meros simpatizantes en San Juan y otras ciudades, especialmente en Nueva York y Chicago. Para todos los efectos, esa noche comenzó el último viacrucis del Maestro.

Una tarde, mientras Toñín y Pablo y el resto de los arrestados esperaban en distintas prisiones para ser enjuiciados por traicionar a la metrópoli, llegó a la casa de Salvador en el Barrio Obrero un visitante inesperado en una bicicleta camella.

El individuo, aparentemente unos cinco años mayor que Salvador, sudoroso, con zapatos deportivos blancos duramente castigados y una gorra roja de pelotero en similares condiciones, vestía un sucio mahón azul blancuzco con remiendos, camisilla blanca percudida y gafas verdes. Salvador, que descansaba a sus anchas en un sillón, lo invitó a entrar. El hombre entró sin quitarse la gorra ni las gafas, se dieron un apretón de manos más bien largo y pasaron rápidamente a la sala.

–¿Qué le traigo compañero, cerveza o refresco de policía?

–Agua no, mejor me doy la fría, pero espera.

El hombre extrajo de un bolsillo trasero del mahón un pañuelo gris dentro del cual traía un sobre blanco doblado en tres partes. Tomó el sobre y se lo entregó al tiempo que guardaba el pañuelo en el mismo bolsillo.

–Me han encomendado entregarte ese mensaje personalmente con instrucciones específicas de que lo destruyas por razones obvias tan pronto lo leas –le dijo y se acomodó en una butaca con las piernas estiradas y un pie descansando cruzado sobre el otro.

Salvador tomó el sobre, notó que no tenía remitente ni destinatario y se sentó en el borde del sofá. Rompió el sobre por un extremo, sacó un papel doblado, lo abrió y comenzó a leer para sí mientras el ciclista lo observaba a través del verde de las gafas.

–Nada menos que del más alto nivel –le dijo el visitante–. Espero que sean buenas noticias –comentó como si no supiera que lo eran.

Mientras Salvador leía, su rostro fue reflejando más y más satisfacción.

–¿Conque son buenas, eh? –volvió a comentar.

–En efecto, compañero –respondió Salvador con evidente orgullo mientras hacía añicos el papel y el sobre–. Gracias por ser portador de tan buenas nuevas –continuó y guardó los pedazos de papel en un bolsillo delantero del pantalón–. Doy por sentado que usted conoce el contenido del mensaje–, agregó.

–No, no –, mintió sonriente–. ¿De qué se trata?

–Deje que traiga un par de frías y le digo –dijo entusiasmado y fue a la cocina. Regresó con dos botellas de cerveza abiertas con aspecto de estar verdaderamente frías y le dio una al visitante, quien le echó mano sin incorporarse.

–Brindemos –dijo Salvador al tiempo que su compañero se ponía en pie–, porque nunca sepa la izquierda lo que hace la derecha.

–Que así sea, dijo el visitante y ambos tomaron largos sorbos de cerveza.

–Pues compañero –continuó Salvador–, dice la cartita que, por mi dedicación, abnegación y sentido del sacrificio, me han ascendido, efectivo el 15 de marzo, al rango de Sargento.

 


EL DÍA ANTES

Sube la escalera casi a tientas. No muestra el entusiasmo, la firmeza ni el optimismo de siempre, pues no va a asistir a una de aquellas excitantes reuniones conspirativas en las que se planifica poner en juego la vida y, más aún, la libertad. Esta vez le cuesta mucho esfuerzo subir cada peldaño, cual si estuviera extenuado como nunca y le faltaran fuerzas para seguir. Cierto es que viene de un viaje relativamente largo, pero no es por cansancio físico o debilidad que los pies parecen pesarle.

No. Desde que inició su viaje de regreso y en el trayecto del aeropuerto a la casa de su camarada, ha estado ensayando en su mente uno y otro modo de darle la noticia que en ciertos sectores de la capital de aquel país amigo circulan en cuchicheos. ¿Deberá ser directo y breve? ¿Sin tapujos, pero sin detalles?

Habría preferido no enterarse de lo que está sucediendo y le angustia profundamente imaginar cómo reaccionará su más querido amigo a la barbaridad que viene a revelarle. Si pudiera no se lo diría, pero no tiene otra opción. ¿No había hecho el viaje precisamente con ese fin? –se pregunta–. ¿No me envió precisamente a eso, a investigar el penoso asunto y regresar de inmediato a informarle el resultado? Pues sí –se responde–, esa fue la encomienda. Ni más ni menos.

Durante sus años de ministro religioso y de abogado ha enfrentado y resuelto complejos conflictos y desastrosas circunstancias familiares de los miembros de su Iglesia, pero ahora se encuentra ante una verdadera pesadilla. Por más que trata, no logra abstraerse de la situación como suele hacer sin gran dificultad en su condición de pastor de almas o de asesor legal.

Es que en esta ocasión no es lo mismo. Se trata de un compañero, de un camarada, de un hermano, más allá del sentido religioso del concepto al cual está acostumbrado; de un admirado amigo junto al cual ha recorrido pueblos y sierra durante varios años de constantes luchas. Juntos han sido acosados y perseguidos por el régimen y juntos han resistido sin asomo de desistir.

Ahora su colega se encuentra derrumbado en una cama por una súbita enfermedad cuya causa pocos entienden y los médicos fingen no conocer. Nunca ha sufrido quebrantos serios de salud gracias a su conservador estilo de vida, lo único conservador en su riesgoso vivir de avanzada, por lo que estas repentinas aflicciones que comenzaron en la cárcel son un misterio insondable que la mayoría de sus seguidores es incapaz de descifrar.

Por ser un adelantado que desde joven dejaba atrás su propia época, se le había hecho más empinado y escabroso el camino y, para colmo, su profundo valor y singular disposición al sacrificio lo han llevado a estar privado de la ansiada presencia de su familia aun después de haber cumplido injustas penas de cárcel, dispuesto como lo ha estado siempre a sacrificar por otros su libertad.

El emisario llega al último de los macizos escalones de la familiar escalera que hoy le parece más corta, se detiene y respira hondo.

El viaje al exterior surgió porque su colega, allí postrado, decaído, casi en ruina, anhela la presencia de sus hijos y los cuidados de su amada esposa, pues la ansiedad lo ha hecho recordar la época feliz cuando vivía con ellos en la serranía y el día ominoso en el que decidió depositar en su ayudante personal la responsabilidad de escoltarlos hacia el exilio, función que le correspondía por la naturaleza de su cargo.

Ella misma, que siempre se había caracterizado por su buen juicio, lo había instado con insistencia y entusiasmo a confiarle esa encomienda. Llegado el momento de partir, el matrimonio seguía confiando plenamente en la integridad del joven y ella se reafirmó en que la mejor opción era ir acompañada del novato lazarillo, en quien ambos veían un profundo sentido de patriotismo y lealtad. Pero su misión no incluía permanecer con ellos, detalle que, para entonces, la confianza ciega le había hecho considerar irrelevante.

Sube resignado del último escalón al segundo descanso de  la escalera, toca a la puerta, dice la contraseña y le abren. Se obliga a sí mismo a entrar, saluda y abraza a las tres abnegadas acompañantes que cuidan a su compañero y luego al curtido combatiente a cargo de la seguridad. Todos saben que mañana la organización habrá de asestarle un duro golpe al régimen en sus propias entrañas y es seguro que vendrán por su líder, por lo que los cuatro están armados y flota tensión en el ambiente.

–¿Está despierto? –pregunta en voz muy queda.

–Sí, compañero, adelante –responde Juanita.

Se quita el sombrero y el gabán, los engancha en la percha de pared y camina lentamente hacia la habitación, cuya puerta de dos hojas siempre está abierta. Ellas permanecen en el recibidor con el guardaespaldas al frente de la entrada. Entra, se detiene junto a la cama de cuyos pilares de caoba cuelga por las noches un mosquitero, se afloja la corbata y observa a su líder en la semioscuridad.

Este yace con pijama blanco de cuadros azul celeste entre pulcras sábanas blancas, apoyada la cabeza sobre una mullida almohada con funda azul añil.

A la derecha de la cama, en un clavo en la pared contra la cual está la cabecera, espera paciente un farol. Contra la otra pared en ese lado hay un gavetero de donde trata de escapar alguna ropa y sobre el cual hay una bolsa para hielo medio arropada con una toalla blanca. Contigua al gavetero está una butaca de rattan con espaldar semicircular y, detrás, un armario en cuyo interior cuelgan ropa en ganchos de madera y una zapatera vacía en franco deterioro.

En el lado opuesto, dos sillas plegadizas de madera, casi amarillas, flanquean una mesita de noche de color oscuro sobre la cual hay un radio, dos libros, una libreta escolar y dos lápices. Una puerta alta, también de dos hojas, que da a un estrecho balcón, está cerrada con sus persianas medio abiertas. Otra idéntica da a otra calle que forma la esquina. Está abierta y le sirve de resguardo una barandilla con balaústres de hierro. Una mampara sobre ruedas, revestida de plomo, se interpone entre esa puerta y la cama.

Recostado en un rincón próximo a la entrada descansa tranquilamente su antiguo bastón negro de madera con empuñadura de marfil y varias hojas de periódico hacen de alfombra.

Le pareció que el camarada dormía hasta que lo oyó decir medio en broma:

–Bienvenido, joven. Dichosos los ojos que os ven –y abrió los ojos.

Se sienta con cuidado a su lado en una orilla de la cama; se inclina hacia él, lo abraza fuertemente y le susurra al oído:

–Te lo diré sólo porque es mi deber.

–Perdóname –lo interrumpe–. No debí darte semejante encomienda. Gracias a Dios puedes evitarte la amargura de ese trago, pues ya sé tu respuesta. Desde que subías la percibí en tus pasos titubeantes y tu abrazo me ha hecho sentir en mi espíritu la honda angustia que te oprime el pecho…pero alegrémonos, compañero, que mañana será otro día y sabemos que nada detendrá nuestra lucha.


BIOGRAFÍA

Pedro Aponte Vázquez, historiador, educador, narrador, ensayista y periodista independiente, es graduado de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico (1963) y de la Universidad de Fordham en Lincoln Center de la ciudad de Nueva York (1978).

Recién graduado de Fordham, comenzó a desenterrar el caso Rhoads y subsiguientemente investigó y expuso ante la ONU las causas de la muerte del prócer Pedro Albizu Campos. Continuó publicando durante décadas los hallazgos de sus investigaciones, basadas primordialmente sobre fuentes documentales, a través de columnas de periódicos, artículos de fondo, folletos, conferencias, discursos, tertulias, entrevistas radiales y televisivas, comunicados de prensa y libros. Cuando comenzó no existía la internet.

En 1989 recuperó para nuestra historia, tras demandar al secretario de justicia colonial, cientos de documentos y fotos sobre la persecución del Partido Nacionalista de Puerto Rico-Movimiento Libertador y en 1990 obtuvo del FBI copia de su expediente sobre Albizu, el cual reseñó parcialmente en un libro titulado Albizu: su persecución por el FBI (1991) y luego, ampliamente en una edición aumentada.

En su afán por llevarle al público por diferentes medios nuestra historia de lucha desigual por nuestra liberación nacional, ha incursionado en la ficción a través de una colección de cuentos titulada Transición (2010), así como de una novela, un drama y varios guiones cinematográficos.

Algunas de sus obras son: ¡Yo Acuso!: Tortura y asesinato de don Pedro Albizu Campos,(1984); Crónica de un encubrimiento: Albizu Campos y el caso Rhoads, (1992); El ataque Nacionalista a La Fortaleza, (1993); Locura por decreto, (1994); Habla Albizu, (1996); Yo acuso y lo que pasó después, (1998); Las memorias que don Pedro no escribió (2004); The Unsolved Case of Dr. Cornelius P. Rhoads: An Indictment (2004); Las rojas flores del flamboyán  (novela, 2012); Bilingüismo y lucha de clases, (ensayo, 2012) y Park Avenue South, (drama bilingüe en dos actos, 2013). El asesinato de don Pedro Albizu Campos y otros escritos albizuistas, (2017) y su obra más reciente Fui guerrillero de las letras, (2020). En su introducción de esta obra, nos advierte: "No se trata aquí de una autobiografía. Se trata de un intento por demostrar lo útil que me fue utilizar la palabra escrita durante décadas como instrumento de lucha dentro de los esfuerzos por aportar a la liberación nacional de Puerto Rico. Aludo a datos biográficos solamente con la intención de exponer vivencias que aparentemente fueron determinantes en mi formación ideológica y en el papel de guerrillero de las letras que escogí desempeñar en pro de la liberación de mi patria".


 

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