MARCIAL TORRES, PUERTO RICO

MARCIAL TORRES

 PUERTO RICO

MARINA, LA ARTISTA PRESENTE

 

For me, performance is a holy ground. 

When I perform, I really step into 

a different state of consciousness.

Marina Abramovic  

Dios llama a uno de esta manera, al otro de otra, 

y el Espíritu Santo sopla donde quiere

San Agustín

La celebración de mis sesenta años y la convención anual de la Asociación Estadounidense de Tecnólogos Médicos coincidió con el momento en que conocí a Marina Abramovic en marzo de 2010. Un colega insistió en que viera la exposición titulada «La artista está presente», en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y que tratara de participar de la experiencia que catalogó como única.

El día que fui verla, en lo que esperaba que el museo abriera a las diez y media de la mañana, me entretuve con el público entusiasta que comentaba las vivencias de amigos y familiares durante la exposición y ensalzaban el arte interpretativo de Marina.

Al abrir las puertas, todos caminamos en un orden patológico hasta la sala donde se presentaría Marina. El área estaba demarcada por una cinta adhesiva en el piso y un cordón sostenido por cuatro postes de metal que formaban un cuadrado. En dos de las esquinas estaban los reflectores. En el centro, colocaron dos sillas y una mesa. Nada más. El evento era sentarse frente a Marina a contemplarla. A quienes llegaron primero, les entregaron un boleto con el turno en que tendrían un vis a vis con la artista. El último boleto se lo entregaron a la persona delante de mí. En nada me afectó no recibir un turno porque, como persona escéptica, me negaba a ser conejillo de Indias en ningún espectáculo. 

Luego, los encargados de la seguridad enfatizaron a los participantes que tendrían quince minutos para sentarse frente a Marina. Tan pronto les tocaran el hombro, deberían ponerse de pie y abandonar el lugar, de manera que el próximo disfrutara de la experiencia. Estaba prohibido levantarse de la silla, tocar a la artista o acercarse a ella. La solemnidad era molestosa en extremo. Las respiraciones de los participantes se asemejaban al batir de olas. Nadie se movía del lugar elegido.

Envuelta en un halo de misticismo, Marina salió por la esquina derecha del salón vestida con una larga cotona roja ajustada al torso. Solamente dejaba al descubierto la cabeza y las manos. El vuelo de la falda se arrastraba por el suelo. Parecía que flotaba sobre la superficie baldosada. Su silla tenía un cojinete rojo del mismo tono y material del vestido; la otra estaba totalmente al raso. Tan pronto la protagonista se sentó, alguien acomodó la falda de manera que aparentara que, de la tela arrugada, brotaba Marina como lava de volcán. Llevaba la melena negra recogida en una trenza que descansaba sobre su seno izquierdo. Los movimientos de Marina eran casi imperceptibles.

Comenzada la función, uno por uno pasaron hombres, mujeres y hasta niños a depurarse delante de Marina. Algunos se llevaban las manos al corazón y lloraban. En otros momentos, Marina reciprocaba dejando escapar una lágrima. El silencio coprotagonizaba lo que llamé un montaje sensacionalista. Todo estaba planificado en extremo y muy bien orquestado. 

El momento culminante de la farsa se dio cuando una chica raquítica llegó frente a Marina y, antes de sentarse, se desnudó. Un edecán la detuvo e hizo que se vistiera y el séquito de seguridad la desterró del área. Unos comenzamos a aplaudir. La chica imploró perdón, rogó que no se la llevaran, pero no hubo manera de que permaneciera frente a Marina. Tal acto de desobediencia permitió que alguien más tuviera acceso a Marina. Me sorprendí cuando me indicaron que el último sería yo. No me disgustó. Es más, me entusiasmé. La curiosidad me ajotaba. Enseguida planifiqué la estrategia para sacar a la mujer de concentración y desenmascararla.

Cuando me escoltaron hasta ella, noté la falta de maquillaje y que la nariz era demasiado grande para la cara. Me senté con las manos sobre la mesa. Las de ella descansaban sobre su regazo. Marina tenía los ojos cerrados y el cuerpo encorvado en total relajación. (Alguien me aclaró después que era la manera de recargar energía durante cada intercambio). 

Tan pronto percibió mi presencia frente a ella, abrió los ojos y se irguió. Su mirada era limpia. Me sonrió y me pareció estar frente a la Mona Lisa. Traté de enfocarme en los labios más carnosos que la que inspiró a Da Vinci y en la tenue sonrisa, pero la hermosura de sus penetrantes ojos me atrapó. Me desarmaron, me inmovilizaron. No tuve tiempo para nada. Me desnudaron, pero no sentí vergüenza. Me poseyeron. Caí en un trance involuntariamente voluntario. Mis ideas deformadas se exacerbaron ante el universo pintado en las pupilas de la mujer. Me quedé sin voluntad. Permití que me auscultara, que conociera mis adentros. La respiración mía se desaceleró y se hizo más profunda. Me vi nadar en el océano de su mirada invasiva. Mi calor corporal aumentó. Marina pareó el ritmo de su respiración con la mía. Ambos inhalamos y exhalamos al mismo compás. Entonces ella estalló en energía. Mi ente despegó de mi cuerpo y flotó por la superficie alba conectado solamente por un cordón de plata. Dancé con la luz. Ella se transfiguró en Alfa y Omega. Comprendí. Yo era barro. Me vi entre sus dedos. Marina me rompía y me componía otra vez. Su mirada se hacía más radiante. Dos rayos de luz emanaron de ella y me traspasaron el cuerpo. Un aleteo extraño me inundó el corazón. Fui firmamento, fui nada. Estaba y no estaba. Era y no era. Marina estaba presente; no, Marina era presente, pasado, futuro, y yo con ella. Creamos energías convulsas de perfección. La vi mar y yo su orilla. Las lágrimas lavaron mi inmundicia, expulsaron resentimientos y culpas, a la vez que me sumergía en sabiduría extrema. Mística. Me entregué a ella. Quiero ser un vaso nuevo. Mírame a los ojos. Comparte conmigo tu luz. Quiero verme en ti. Perdóname por no creer. Marina lloraba y sonreía. Ella sabía. Era árbol sefirótico. Era nada y todo era. Creí gritar: «Me entrego. Toma mi vida, hazla de nuevo. Libérame». 

Volví en mí cuando Marina me apretó las manos. Sonreía. Reciproqué. Otras manos seglares me tocaron por los hombros.

―Se terminó su tiempo, señor ―me dijo el enviado.

―No, mi amigo, el tiempo mío comienza ahora ―le aclaré embriagado de amor benevolente. 

Antes de retirarme, busqué a Marina. Estaba debajo de la mesa en una postura de yoga. Su torso descansaba sobre las piernas dobladas, con los brazos a los lados en la misma dirección que las puntas de los pies. 

Avisaron que la actividad había concluido. Todos salimos en el mismo orden enfermizo en que habíamos entrado al museo, pero éramos otros.


 

HACEDORES*

(Dedicado a los Dres.  Emilio Del Carril, 

Elidio La Torre Lagares, 

Ángela López Borrero, 

Reynaldo Marcos Padua 

y Luis López Nieves)

hacedor, ra

adj. Que hace, causa o ejecuta algo,

Diccionario de la lengua española

 

Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca (sic).
De una manera casi física siento la gravitación de los libros,
el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente.

 Prólogo de El hacedor, Jorge Luis Borges

Tomo I

El salón está atestado de espectadores. Sentados al frente, los restantes siete finalistas de la competencia de oratoria esperan a que termine la sexta participante. Jorge Luis tiene el último turno. Para no desesperar, se concentra en las losetillas multicolores que tanto le han llamado la atención desde su llegada al colegio cuando tenía doce años. Beatriz lo espera en el mismo lugar en que lo recibió hace tres: la biblioteca.

Habían pasado tres semanas de la muerte del presidente Kennedy. El semestre escolar era un infierno para Jorge Luis. Todavía recriminaba contra dios por haber permitido al cáncer devorar a su madre y ahora, en aquel martirio católico, era castigable si no le rezaba a la deidad suprema durante las misas diarias. Para empeorar las cosas, una reducción de personal provocó el despido de su padre en una cantera y los obligó a regresar al barrio donde vivía la abuela, a Puerta de Tierra. Fue ella, la billetera del barrio, quien insistió en matricularlo en el colegio. También de rogar a la madre superiora que hiciera una excepción y admitiera al pequeño ya comenzado el semestre. «Es un nene inteligente; denle una oportunidad por amor a dios» fue su letanía hasta lograr su propósito.

Desde su llegada, el niño se convirtió en el foco de mofas por ser el más corpulento de la clase, el zurdo y el más obeso. Sus compañeros de clase le pronosticaban el infierno por —según ellos— «su gula», uno de los siete pecados capitales. Incluso, una monja llegó a sentenciárselo. Los instigadores se movían en manada y rodeaban siempre a su presa. A la mera presencia de ellos, al acosado se le aceleraban las palpitaciones. Sudaba ante el inminente ataque de epítetos humillantes. En su mente retumbaba enseguida el «sietepestes», por la hediondez que despedía su cuerpo como si estuviese pudriéndose por dentro; algo que no podía controlar.

Ese día Jorge Luis salió del plantel al mediodía. Pensó que tirarse bajo los neumáticos de un carro acabaría con su tribulación, pero el temor a la perpetuidad infernal lo desalentó. Como había hecho en la escuela anterior, se apresuró a la biblioteca. Allí no habría burlas ni puños; tampoco la probabilidad de volverle a bajar los calzones delante de sus compañeras de clase. Se detuvo silente en la entrada.

Aquel micro mundo, empotrado en lo que una vez fue un salón de clases, estaba flanqueado de anaqueles mohosos. Del techo azul mareado bajaba media docena de lámparas de metal veteadas de marrón por el salitre. Cada una tenía cuatro terminales —mohosos también— en los que se enchufaban dos tubos fluorescentes radiantes de luz fría. Las cuatro ventanas estaban clausuradas con la intención de aumentar la capacidad para los libreros grises y, desde entonces, pegados contra las paredes. En los anaqueles más altos, podía verse infinidad de folios amarillentos que evocaban los del comienzo de la era cristiana, papiros apolillados manchados de humedad. Los estantes más pequeños estaban protegidos por puertas de cristal y encerraban las enciclopedias maltratadas por el uso. En otros anaqueles abiertos, había más libros con lomos quebrados —historias de mundos, de pueblos, de inventos, de héroes invencibles, de próceres, de revoluciones tomadas como ciertas—, acomodados por tema. En la parte inferior de uno de ellos, se encontraban los libros infantiles. La parte superior de todos los estantes identificaba el nombre de la materia referencial.

En el centro ubicaron tres mesas rectangulares, cada una con seis sillas de madera y pajilla. Todas las mesas tenían un vidrio. Quizá para proteger los topes de ralladuras o evitar que los estudiantes escribieran alguna grosería típica de los mozalbetes más atrevidos. El piso de la biblioteca —como el resto de los salones del colegio y la iglesia— era un mosaico de piezas de cerámica circulares en forma de polígonos hexagonales. Cada ángulo lo adornaba una flor roja con una losa amarilla en su centro.

La cara angustiada del niño motivó a Beatriz, la bibliotecaria, a invitarlo a entrar. Como pareció no escucharla, ella se acercó, le puso la mano en la espalda y lo condujo hasta la mesa frente a su roído escritorio de caoba.

Al estudiante no le apetecía hablar. Solo se tragaba el llanto. Ella espero a que el adolescente se calmara. Incluso, le exhortó a llorar si tenía deseos, pero él se contuvo hasta relajarse. La mente le martillaba la advertencia tajante de su padre: «Los hombres no lloran por nada». Al contestarle a Beatriz cómo se llamaba, ella exclamó:

—¡Ah!, como Borges. Es un escritor argentino famoso, ¿sabes?

Beatriz indagó más y el niño en cuerpo de hombre le narró con voz queda cómo había llegado a allí. Luego de un rato, manifestó:

—Siempre los demás han abusado de mí. Me pasó lo mismo en la otra escuela donde estaba. Mis únicos amigos son los libros porque no se burlan de mí ni me hacen daño. Por eso me paso en las bibliotecas.

La bibliotecaria y el joven hablaron de escritores. Ella lo paseó por frente a los anaqueles y le presentó a Juan Ramón Jiménez, a Charles Perrault, a Lewis Carroll y a los hermanos Grimm. Le habló de su tocayo Borges y le exhortó a leer sus escritos cuando llegase a la universidad.

—Lee, siempre lee. Conocerás mundos maravillosos.

Por su parte, a Jorge Luis le impresionó más la leve cojera de Beatriz. Al mirar los zapatos, observó la gran plataforma pegada a la planta de cuero izquierda. Ella notó hacia dónde miraba el adolescente cuando él preguntó:

—A usted también…

—Sí —respondió ella de manera escueta según se movían a otro anaquel.

Al llegar a Hans Christian Andersen, Beatriz extrajo un ejemplar.

—Te lo voy a prestar para que lo leas. La próxima semana vienes y compartimos si te gustó o no. Te llevas otro y así sucesivamente.

Antes de entregarle el libro, Beatriz lo amarró con una cinta para hacerle más fácil el cargarlo. El joven sonrió ante el elaborado lazo parecido más a un regalo de cumpleaños que a un libro de cuentos con una agarradera y dijo enseguida:

—En casa nadie se ocupa de empacar regalos; es más, no hay dinero para regalos.

La hora del almuerzo, pasó volando. El timbre sonó. Era hora de subir a su salón en el tercer piso.

—¿Quieres dejar el libro aquí y lo recoges cuando salgas y así no se mofan de ti los demás? —preguntó ella.

—Sí.

—¿Estás bien ya?

—Sí, sí. Ya todos los molestosos deben de estar en el salón.

Beatriz notó al niño salir más erguido de como entró. Tal transformación sería una más de una serie infinita.

A la semana siguiente ante la pregunta: «¿Cuáles cuentos te gustaron más?», el joven respondió:

—«El ángel» y «El soldadito de plomo».

Esa tarde, Beatriz lo escuchó contar cómo le impresionaron las historias. Los intercambios literarios entre ambos los llevaron a formar una amistad más allá de la convencional entre una bibliotecaria y un estudiante. De ahí en adelante, compartieron vivencias, sueños y proyectos.

Hubo cambios. A Beatriz, además de bibliotecóloga, la nombraron directora del club de oratoria. Para fomentar más la seguridad del niño, ella lo invitó a participar en la próxima competencia. Lo exhortó a escribir su propio discurso.

—¿Pero de qué voy a escribir, Beatriz?

—De lo que te gusta: de libros, de cuentos; de tu experiencia en este colegio, de tus aspiraciones; de tus años en la escuela superior. De tus planes, de cómo te sentiste cuando te aceptaron en la universidad.

Esa noche Jorge Luis recordó los primeros cuentos leídos a su llegada al colegio. Los releyó. Buscó una modesta máquina de escribir Smith Corona —regalo de su abuela cuando se sacó el premio gordo de la lotería—, y comenzó a mecanografiar con dos dedos. Tenía un mes para refinar el discurso y aprendérselo de memoria.

La penúltima participante termina con una canción de cuna y se sienta. Jorge Luis se levanta. Se arregla el gabán prestado. Besa el botón de rosa que lleva en la solapa, obsequio de Beatriz. Camina hasta el frente, dice el nombre de su discurso y comienza:

—Hans Christian Andersen empieza su cuento de «El ángel» de la manera siguiente: «Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados.

»Así me recibió el ángel que me tocó a mí cuando llegué a este colegio luego de…».

Durante su discurso, el joven modula la voz al narrar su historia. Pausa. Se muestra seguro y se dirige a cada uno de los presentes. Sigue todas las instrucciones de Beatriz: «Enfatiza las palabras más importantes. Míralos a los ojos». Al mismo tiempo, nota su seguridad, la convicción de lo expresado. En un movimiento brusco, siente que se le descose el pantalón por la entrepierna. El descocido se agranda según se mueve. El entusiasmo se transforma en temor circular: al regreso de la burla, a que se mofen de él. Se le quiebra la voz; empero, sigue. Altera los movimientos y así evita noten la falla en la ropa. Aprovecha la angustia para intensificar la narración, pero es como si hablara en cámara lenta. El tiempo se vuelve elástico igual que su angustia. Qué importa, se dice. Debo seguir. Tengo que seguir. Quiero seguir. Es mi momento de gloria, de aceptación. Se mueve detrás del escritorio y apoya las manos sobre el tope de madera. Permanece allí, firme. Son los giros de la cabeza y su talante lo que impacta a los presentes.

—Para finalizar, volveré a citar a Hans Christian Andersen, pero esta vez en un fragmento de «El soldadito de plomo»: «El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra». Muchas gracias.

El silencio arropa el salón. Se escucha a alguien catalogar el discurso como el más emotivo. El adulto joven está feliz. De regreso a su asiento, hace un puño con la mano izquierda y la agita. Se sienta de lado para tapar el descocido. Ansía llegar hasta Beatriz y hacerla partícipe de su experiencia. Imagina a sus compañeros impresionados con el discurso. Ya no se mofarán más de él, lo admirarán. Tiene un trofeo asegurado y su nombre aparecerá en la placa de galardonados en la oficina de la principal.

El lunes siguiente Jorge Luis llega a la escuela. No es el héroe. Ninguno de los compañeros lo felicita ni muestra interés en el trofeo. A ninguno le importa que él no haya llegado en primer lugar; tampoco a él. Lo importante es cuán orgullosa está Beatriz, igual que él de sí mismo.

 

Tomo II

Han pasado veintiún años. Es el comienzo de clases en la modernizada escuela de Puerta de Tierra. Ya no hay polígonos hexagonales multicolores en el piso. En los pasillos, se escucha la algarabía del recuentro escolar y los estudiantes esperan a que suene el timbre para entrar a clases. Es el momento circular en que hay un recién llegado parado en la entrada de la biblioteca, con la amargura pintada en la cara. El bibliotecario lo mira. Le sonríe. Se acerca. Trae en la mano izquierda un ejemplar abierto de El hacedor de Borges. Dice:

—Hola, me llamo Jorge Luis. Entra.

*Cuento finalista en certamen de Cofradía de escritores de Puerto Rico, incluido en la antología de cuentos ENTRE LIBROS.


LA CAIMANA

Así me llaman «la caimana». Literalmente soy la hija de la gran puta y más famosa que ha dado Puerta de Tierra y a orgullo. Con el articulito «la», como mi título: Sr. Sra. La. Y me importa un carajo. Eso de que el «la» es algo despectivo, peyorativo, que se usa para degradar a la mujer es pura mierda. Para mí, que me llamen La caimana como a La Chacón es símbolo de poder. De hembra que tiene los ovarios en su sitio. Y que le importa una teta lo que digan los demás. Que manda y va. Que conmigo no se jode.

La caimana. Suena a mujer peligrosa. Y eso soy un peligro que sé lo que quiero y lo exijo. A mí ningún pendejo me viene a joder porque sabe que lo bobbitteo como hizo Lorena. Pa que se cague en su madre.

Salgo de noche y hago lo mío. Me gustan los hombres grandes, negros, a los que pueda agarrar por cualquier lado y morderlos, arañarlos. Que estén dispuestos a todo. A que los tire en la cama y los cabalgue como jinetera cubana. Que griten de dolor, pero que griten. A cantar en trio o a pintarme en cuadros. Hombre con hombre y yo mujer dispuesta a que me llenen. U hombre con mujer y yo en el medio.

La caimana. No fumo ni bebo. Solo sexeo y con el gorrito puesto. Eso de sextear es una mierda como masturbarse a solas. A mí en carne y hueso todas las veces del mundo.

Está a punto de amanecer. Ya es hora de regresar al convento, cambiarme el hábito y acostarme a dormir. Mañana temprano, vestida de blanco, bajaré a la iglesia, rezaré un padrenuestro y tres avemarías para pedirle a Dios que me perdone una vez más. Las aguas volverán a su nivel hasta la próxima luna llena.



BIOGRAFÍA

Nací a mitad del siglo pasado, 1950, el último día del mes de marzo en San Juan, Puerto Rico. A los dos años y medio, me llevaron a vivir a Puerta de Tierra. Para esos años, abundaba la pobreza.

Mis padres, con lo poco que tenían, lograron separar $2.50 todos los meses para que pudiera estudiar en el Colegio San Agustín. Allí, entre monjas de la orden de Nuestra Señora, me gradué en 1967 y continué estudios en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras.

Mis cuatro años universitarios, fueron intensos por las luchas políticas dentro del recinto. Mientras estudiaba el curso básico de matemáticas en el edificio de Ciencias Naturales, se armó una trifulca que terminó con un fuego. Salí por la parte trasera del edificio para averiguar lo que ocurría, pero el fuego era en la entrada. Ese mismo día, fue la muerte del taxista. Durante mi tercer año, se intensificaron las luchas por sacar el ROTC del recinto. Hubo revueltas, pedradas, la marcha de los papás y las mamás que acompañaron a los anexionistas, macanazos de la fuerza de choque de la policía de Puerto Rico y finalmente la muerte del cadete y el asesinato de Antonia Martínez. Aun así, logré terminar un bachillerato con concentraciones en Psicología y Economía.

Trabajé un tiempo corto como maestro, pero la institución privada era más bien un lugar de cuido para niños privilegiados de ejecutivos estadounidenses radicados en Puerto Rico. Posteriormente, entré en las filas de empleados gubernamentales. Trabajé como Corrector de pruebas de prensa en la imprenta gubernamental, Oficial socio penal en el Tribunal de Justicia y Economista en Negociado de Estadísticas en el Departamento del Trabajo.

Luego de cansarme de trabajar asalariado en un gobierno politizado, fundé mi compañía de taquígrafo de récord desde mi casa. Habilité un cuarto como oficina y desde allí trabajé arduamente para lograr mi sustento. Pero quería más. Por tanto, para el 1992, regresé a la UPR y terminé una maestría en Traducción, combinación de ingles al español. Luego, en el 2011, comencé otra en Creación Literaria con concentración en Narrativa.

Me jubilé en el 2012 siendo traductor certificado por la American Translators Association y miembro de la Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes, pero me encanta el lenguaje. Me gusta la teoría. Me apasiona escribir, lo he hecho toda la vida. Soy y seré un estudiante incansable.


Enlace de blog: https://marshall-ventyourmind.blogspot.com/

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