NIÑA PERVERSA - ISABEL ALLENDE, PERÚ
NIÑA PERVERSA
Isabel Allende
Lima, Perú
A los once años Elena
Mejías era todavía una cachorra desnutrida, con la piel sin brillo de los niños
solitarios, la boca con algunos huecos por una dentición tardía, el pelo color
de ratón y un esqueleto visible que parecía demasiado contundente para su
tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas y en los codos. Nada en su
aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba a la criatura apasionada que
en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles ordinarios y los
cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una gata melancólica
jugando entre los geranios empolvados y los grandes helechos del patio o
transitando entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor con los platos
de la cena.
Rara vez algún cliente
se fijaba en ella y si lo hacía era sólo para ordenarle que rociara con
insecticida los nidos de las cucarachas o llenara el tanque del baño, cuando la
crujiente carcasa de la bomba se negaba a subir el agua hasta el segundo piso. Su
madre, agotada por el calor y el trabajo de la casa, no tenía ánimo para
ternuras ni tiempo para observar a su hija, de modo que no supo cuándo Elena
empezó a mutarse en un ser diferente. Durante los primeros años de su vida
había sido una niña silenciosa y tímida, entretenida siempre en juegos
misteriosos, que hablaba sola por los rincones y se chupaba el dedo. Sus
salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía interesada en el
bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle.
La transformación de
Elena Mejías coincidió con la llegada de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él
mismo se había apodado y como lo anunciaba un afiche que clavó en la pared de
su cuarto. Los pensionistas eran en su mayoría estudiantes y empleados de alguna
oscura dependencia de la administración pública. Damas y caballeros de orden,
como decía su madre, quien se vanagloriaba de no aceptar a cualquiera bajo su
techo, sólo personas de mérito, con una ocupación conocida, buenas costumbres,
la solvencia suficiente para pagar el mes por adelantado y la disposición para
acatar las reglas de la pensión, más parecidas a las de un seminario de curas
que a las de un hotel. Una viuda tiene que cuidar su reputación y hacerse
respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos y
pervertidos, repetía con frecuencia la madre, para que nadie —y mucho menos
Elena— pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los
huéspedes y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso.
Esos trabajos de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha,
que se esfumaba entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y
aparecía de súbito, como si acabara de retornar de una dimensión invisible.
Madre e hija trabajaban juntas en las múltiples ocupaciones de la pensión, cada
una inmersa en su callada rutina, sin necesidad de comunicarse. En realidad se
hablaban poco y cuando lo hacían, en el rato libre de la hora de la siesta, era
sobre los clientes. A veces Elena intentaba decorar las vidas grises de esos
hombres y mujeres transitorios, que pasaban por la casa sin dejar recuerdos,
atribuyéndoles algún evento extraordinario, pintándolas de colores con el
regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia, pero su madre tenía un
instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo modo descubría si su
hija le ocultaba información. Tenía un implacable sentido práctico y una noción
muy clara de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud qué hacía cada
cual a toda hora del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba en la despensa,
para quién sonaba el teléfono o dónde habían quedado las tijeras. Había sido
una mujer alegre y hasta bonita, sus toscos vestidos apenas contenían la
impaciencia de un cuerpo todavía joven, pero llevaba tantos años ocupada de
detalles mezquinos que se le habían ido secando la frescura del espíritu y el
gusto por la vida. Sin embargo, cuando llegó Juan José Bernal a solicitar un
cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La madre,
seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de
celebridad expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en
la pensión, a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente
ideal. Bernal dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante
el día, que no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes
adelantado y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de
higiene, era vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena
vio a su madre registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y
conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta,
mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba
su afiche. Disimulándose contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y
notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal de percal
pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena
encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo comenzaron
a girar con un silbido de hierros oxidados.
Desde ese instante
cambiaron las rutinas de la casa. Había más trabajo, porque Bernal dormía a las
horas en que los demás habían partido a sus quehaceres, ocupaba el baño durante
horas, consumía una cantidad abrumadora de alimentos de conejo que debían cocinarse
por separado, usaba el teléfono a cada rato y enchufaba la plancha para repasar
sus camisas de galán, sin que la dueña de la pensión le reclamara pagos
extraordinarios. Elena volvía de la escuela con el sol de la siesta, cuando el
día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba
en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para no
violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio
cuenta de que su madre cambiaba día a día. Los signos fueron perceptibles para
ella desde el principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión
empezaran a cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma
persistente de flores, que emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el
ámbito de los cuartos por donde ella pasaba. Elena conocía cada rincón de la
casa y su largo hábito de espionaje le permitió descubrir el frasco de perfume
detrás de los paquetes de arroz y los tarros de conservas en la despensa. Luego
notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el toque de rojo en los labios,
la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal bajaba por fin al
atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en la cocina
a devorar sus extraños guisos de faquír. La madre se sentaba al frente y él le
contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias
travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre.
Las primeras semanas
Elena sintió odio por ese hombre que ocupaba todo el espacio de la casa y toda
la atención de su madre. Le repugnaba su pelo engrasado con brillantina, sus
uñas barnizadas, su manía de escarbarse los dientes con un palito, su pedantería
y su descaro para hacerse servir. Se preguntaba qué veía su madre en él, era
sólo un aventurero de poca monta, un cantante de bares míseros de quien nadie
había oído hablar, tal vez un rufián, como había sugerido en susurros la
señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas. Pero entonces, una tarde
caliente de domingo, cuando no había nada que hacer y las horas parecían
detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal apareció en el patio
con su guitarra, se instaló en un banco bajo la higuera y empezó a pulsar las
cuerdas. El sonido atrajo a todos los huéspedes, que fueron asomándose uno a
uno, primero con cierta timidez, sin comprender muy bien la causa de tanta
bulla, pero luego sacaron entusiasmados las sillas del comedor y se acomodaron
alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz vulgar, pero era entonado y
cantaba con gracia. Conocía todos los viejos boleros y las rancheras del
repertorio mexicano y algunas canciones guerrilleras sembradas de palabrotas y
blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera vez, desde que la
niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta. Cuando oscureció
encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los árboles y trajeron
cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos. Elena sirvió los
vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los
lamentos de la guitarra en cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre
seguía el ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las
dos empezaron a bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la
señorita Sofía, toda remilgos y risas nerviosas. Por un largo rato, Elena se
movió siguiendo la cadencia de la voz de Bernal, apretada contra el cuerpo de
su madre, aspirando su nuevo olor a flores, totalmente dichosa. Pronto, sin
embargo, notó que la rechazaba con suavidad, separándola para seguir sola. Con
los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, la mujer ondulaba como una
sábana secándose en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también los demás
volvieron a sus sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del
patio, perdida en su danza.
Desde esa noche Elena
vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó que detestaba su brillantina, su
escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo veía pasar o lo escuchaba hablar
recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada y volvía a sentir el
ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre que no sabía poner en
palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así fue descubriendo aquello
que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello ancho y fuerte, la curva
sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos, la elegancia de sus
manos, largas y finas. Le entró un deseo insoportable de aproximarse a él para
enterrar la cara en su pecho moreno, escuchar la vibración del aire en sus
pulmones y el ruido de su corazón, aspirar su olor, un olor que sabía seco y
penetrante, como de cuero curtido o de tabaco. Se imaginaba a sí misma jugando
con su pelo, palpándole los músculos de la espalda y de las piernas,
descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para metérsele por la
garganta y ocuparlo entero. Pero si el hombre levantaba la mirada y se
encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral
del patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la
niña ya no podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él. En la escuela
se movía como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes
interiores, donde lo veía sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal
vez dormía boca abajo sobre la cama con las persianas cerradas, su cuarto en
penumbra, el aire caliente agitado por las alas del ventilador, un sendero de
sudor a lo largo de su columna, la cara hundida en la almohada. Con el primer
golpe de la campana de salida corría a la casa, rezando para que él no se
hubiera despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y ponerse un vestido
limpio y sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus tareas para que
su madre no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo escuchaba
salir silbando del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que
moriría de gozo si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso
ocurriera, pero al mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles,
porque no podía vivir sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia.
Con disimulo lo seguía a todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus
deseos para ofrecerle lo que necesitaba antes de que ‘lo pidiera, pero se movía
siempre como una sombra, para no revelar su existencia.
En las noches Elena no
lograba dormir, porque él no estaba en la casa. Abandonaba su hamaca y salía
como un fantasma a vagar por el primer piso, juntando valor para entrar por fin
sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba la puerta a su espalda y abría un poco la
persiana, para que entrara el reflejo de la calle a alumbrar las ceremonias que
había inventado para apoderarse de los pedazos del alma de ese hombre, que se
quedaban impregnando sus objetos. En la luna del espejo, negra y brillante como
un charco de lodo, se observaba largamente, porque allí se había mirado él y
las huellas de las dos imágenes podrían confundirse en un abrazo. Se acercaba
al cristal con los ojos muy abiertos, viéndose a sí misma con los ojos de él,
besando sus propios labios con un beso frío y duro, que ella imaginaba
caliente, como boca de hombre. Sentía la superficie del espejo contra su pecho
y se le erizaban las diminutas cerezas de los senos, provocándole un dolor
sordo que la recorría hacia abajo y se instalaba en un punto preciso entre sus
piernas. Buscaba ese dolor una y otra vez. Del armario sacaba una camisa y las
botas de Bernal y se las ponía. Daba unos pasos por el cuarto con mucho
cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en sus cajones, se peinaba
con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema de afeitar
acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se quitaba la
camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama de Bernal,
aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse en él. Se
tocaba todo el cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo, los
cartílagos translúcidos de las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad de
su boca, y así hacia abajo dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos y
las curvas de esa totalidad insignificante que era ella misma, deseando ser
enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que se iba llenando de un
líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía al tamaño de una
descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el cuarto, toda la casa con
su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos minutos, llorando.
Una mañana de sábado
Elena vio desde la ventana a Bernal que se aproximaba a su madre por detrás,
cuando ella estaba inclinada en la artesa fregando ropa. El hombre le puso la
mano en la cintura y la mujer no se movió, como si el peso de esa mano fuera parte
de su cuerpo. Desde la distancia, Elena percibió el gesto de posesión de él, la
actitud de entrega de su madre, la intimidad de los dos, esa corriente que los
unía con un formidable secreto. La niña sintió que un golpe de sudor la bañaba
entera, no podía respirar, su corazón era un pájaro asustado entre las
costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre pujando por reventarle
los dedos. Desde ese día comenzó a espiar a su madre.
Una a una fue
descubriendo las evidencias buscadas, al principio sólo miradas, un saludo
demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la sospecha de que bajo la mesa sus
piernas se encontraban y que inventaban pretextos para quedarse a solas. Por
fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había cumplido sus ritos
de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas proveniente de la
habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo,
mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones
nocturnas, el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella
besaba su recuerdo en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas,
él estaba con su madre. Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse
invisible, atravesó la puerta cerrada y los vio entregados al placer. La
pantalla con flecos de la lámpara irradiaba una luz cálida, que revelaba a los
amantes sobre la cama. Su madre se había transformado en una criatura redonda,
ros. ada, gimiente, opulenta, una ondulante anémona de mar, puros tentáculos y
ventosas, toda boca y manos y piernas y orificios, rodando y rodando adherida
al cuerpo grande de Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de
movimientos espasmódicos, un trozo de madera sacudido por una ventolera
inexplicable. Hasta entonces la niña no había visto a un hombre desnudo y la
sorprendieron las fundamentales diferencias. La naturaleza masculina le pareció
brutal y le tomó un buen tiempo sobreponerse al terror y forzarse a mirar.
Pronto, sin embargo, la venció la fascinación de la escena y pudo observar con
toda atención, para aprender de su madre los gestos que habían logrado
arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos que todo el amor de ella, que todas
sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas llamadas, que todas sus ceremonias
mágicas para convocarlo a su lado. Estaba segura de que esas caricias y esos
susurros contenían la clave del secreto y si lograba apoderárselos, Juan José
Bernal dormiría con ella en la hamaca, que cada noche colgaba de dos ganchos en
el cuarto de los armarios.
Elena pasó los días
siguientes en estado crepuscular. Perdió totalmente el interés por su entorno,
inclusive por el mismo Bernal, quien pasó a ocupar un compartimiento de reserva
en su mente, y se sumergió en una realidad fantástica que reemplazó por completo
al mundo de los vivos. Siguió cumpliendo con las rutinas por la fuerza del
hábito, pero su alma estaba ausente de todo lo que hacía. Cuando su madre notó
su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía de la pubertad, a pesar de que
Elena era a todas luces demasiado joven, y se dio tiempo para sentarse a solas
con ella y ponerla al día sobre la broma de haber nacido mujer. La niña escuchó
en taimado silencio la perorata sobre maldiciones bíblicas y sangres
menstruales, convencida de que eso jamás le ocurriría a ella.
El miércoles Elena
sintió hambre por primera vez en casi una semana. Se metió en la despensa con
un abrelatas y una cuchara y se devoró el contenido de tres tarros de arvejas,
luego le quitó el vestido de cera roja a un queso holandés y se lo comió como una
manzana. Después corrió al patio y, doblada en dos, vomitó una verde mezcolanza
sobre los geranios. El dolor del vientre y el agrio sabor en la boca le
devolvieron el sentido de la realidad. Esa noche durmió tranquila, enrollada en
su hamaca, chupándose el dedo como en los tiempos de la cuna. El jueves
despertó alegre, ayudó a su madre a preparar el café para los pensionistas y
luego desayunó con ella en la cocina, antes de irse a clases. A la escuela, en
cambio, llegó quejándose de fuertes calambres en el estómago y tanto se
retorció y pidió permiso para ir al baño, que a media mañana la maestra la
autorizó para regresar a su casa.
Elena dio un largo rodeo
para evitar las calles del barrio y se aproximó a la casa por la pared del
fondo, que daba a un barranco. Logró trepar el muro y saltar al patio con menos
riesgo del esperado. Había calculado que a esa hora su madre estaba en el mercado,
y como era el día del pescado fresco tardaría un buen rato en volver. En la
casa sólo se encontraban Juan José Bernal y la señorita Sofía, que llevaba una
semana sin ir al trabajo porque tenía un ataque de artritis.
la escalera pegada a la
pared, reteniendo la respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto
de la señorita Sofía y se sintió más tranquila. La puerta de Bernal cedió de
inmediato. Adentro estaba oscuro y por un momento no vio nada, porque venía del
resplandor de la mañana en la calle, pero conocía la habitación de memoria,
había medido el espacio muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en
qué lugar preciso el piso crujía y a cuántos pasos de la puerta estaba la cama.
De todos modos, esperó que se le acostumbrara la vista a la penumbra y que
aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos instantes pudo distinguir
también al hombre sobre la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo
imaginó, sino de espaldas sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo,
un brazo extendido y el otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los
ojos. Elena sintió que de pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados
durante esos días desaparecían por completo, dejándola limpia, con la tranquilidad
de quien sabe lo que debe hacer. Le pareció que había vivido ese momento muchas
veces; sé dijo que no había nada que temer, se trataba sólo de una ceremonia
algo diferente a las anteriores. Lentamente se quitó el uniforme de la escuela,
pero no se atrevió a desprenderse también de sus bragas de algodón. Se acercó a
la cama. Ya podía ver mejor a Bernal. Se sentó al borde, a poco trecho de la
mano del hombre, procurando que su peso no marcara ni un pliegue más en las
sábanas, se inclinó lentamente, hasta que su cara quedó a pocos centímetros de
él y pudo sentir el calor de su respiración y el olor dulzón de su cuerpo, y
con infinita prudencia se tendió a su lado, estirando cada pierna con cuidado
para no despertarlo. Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a
posar su mano sobre el vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese
contacto provocó una oleada sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su
corazón retumbaba por toda la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos
para recuperar el entendimiento y cuando comprobó que no se movía, relajó la
tensión y apoyó la mano con todo el peso del brazo’ tan liviano de todos modos,
que no alteró el descanso de Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a
su madre y mientras introducía los dedos bajo el elástico de los calzoncillos
buscó la boca del hombre y lo besó como lo había hecho tantas veces frente al
espejo. Bernal gimió aún dormido y enlazó a la niña por el talle con un brazo,
mientras su otra mano atrapaba la de ella para guiarla y su boca se abría para
devolver el beso, musitando el nombre de la amante. Elena lo oyó llamar a su
madre, pero en vez de retirarse se apretó más contra él. Bernal la cogió por la
cintura y se la subió encima, acomodándola sobre su cuerpo a tiempo que
iniciaba los primeros movimientos del amor. Recién entonces, al sentir la
fragilidad extrema de ese esqueleto de pájaro sobre su pecho, un chispazo de
conciencia cruzó la algodonosa bruma del sueño y el hombre abrió los ojos.
Elena sintió que el cuerpo de él se tensaba, se vio cogida por las costillas y
rechazada con tal violencia que fue a dar al suelo, pero se puso de pie y
volvió donde él para abrazarlo de nuevo. Bernal la golpeó en la cara y saltó de
la cama, aterrado quién sabe por qué antiguas prohibiciones y pesadillas.
—¡Perversa, niña
perversa! —gritó. La puerta se abrió y la señorita Sofía apareció en el umbral.
Elena pasó los siete
años siguientes en un internado de monjas, tres más en una universidad de la
capital y después entró a trabajar en un banco. Entretanto, su madre se casó
con su amante y entre los dos siguieron administrando la pensión, hasta que tuvieron
ahorros suficientes para retirarse a una pequeña casa de campo, donde
cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad. El Ruiseñor colocó
su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a cantar en
espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a su mujer a
visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar las dudas
de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de la niña
permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la criatura
lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó. En verdad, a medida que
transcurrían los años el recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil
en su vientre, de esa lengua de bebé en su boca, fue creciendo hasta
convertirse en una obsesión. Cuando abrazaba el cuerpo pesado de su mujer,
debía concentrarse en esas visiones, invocando meticulosamente a Elena, para
despertar el impulso cada vez más difuso del placer. En la madurez iba a las
tiendas de ropa infantil y compraba bragas de algodón para deleitarse
acariciándolas y acariciándose. Después se avergonzaba de esos instantes
desaforados y quemaba las bragas o las enterraba profundamente en el patio, en
un intento inútil de olvidarlas. Se aficionó a rondar las escuelas y los parques,
para observar de lejos a las muchachas impúberes, que le devolvían por unos
momentos demasiado breves el abismo de ese jueves inolvidable.
Elena tenía veintisiete
años cuando fue a visitar la casa de su madre por primera vez, para presentarle
a su novio, un capitán del ejército que llevaba un siglo rogándole que se
casara con él. En uno de esos atardeceres frescos de noviembre llegaron los jóvenes,
él vestido de paisano, para no parecer demasiado arrogante en galas militares,
y ella cargada de regalos. Bernal había aguardado esa visita con la ansiedad de
un adolescente. Se había mirado al espejo incansablemente, escrutando su propia
imagen, preguntándose si Elena vería los cambios o si en la mente de ella el
Ruiseñor habría permanecido invulnerable al desgaste del tiempo. Se había
preparado para el encuentro escogiendo cada palabra e imaginando todas las
posibles respuestas. Lo único que no se le ocurrió fue que en vez de la
criatura de fuego por quien él había vivido atormentado, aparecería ante sus
ojos una mujer desabrida y tímida. Bernal se sintió traicionado.
Al anochecer, cuando
pasó la euforia de la llegada y la madre y la hija se habían contado las
últimas novedades, sacaron unas sillas al patio para aprovechar el fresco. El
aire estaba cargado con el olor de los claveles. Bernal ofreció un trago de
vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por unos minutos estuvieron
solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces el hombre, que había
aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo a la mujer por un brazo
y le dijo que todo había sido una terrible equivocación, que esa mañana él
estaba dormido y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla al suelo ni
llamarla así, que tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así él lograba
recuperar la cordura, porque en todos esos años el ardiente antojo por ella lo
había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole el espíritu.
Elena lo miró asombrada y no supo qué contestar. ¿De qué niña perversa le
hablaba? Para ella la infancia había quedado muy atrás y el dolor de ese primer
amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar sellado de la memoria. No
guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto.
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