ALIMENTO QUE PULULA, MARY ELY MARRERO-PÉREZ, PUERTO RICO

Virginia tiene dieciocho años y aún juega con muñecas. Las peina, las viste, les enjabona el cabello en la bañera e intenta llevarlas consigo a todas partes en una maleta rosa. Cuando no le permiten acompañarse de ellas, se clava los dientes en los puños, se babea el cuello de la camisa y llora hasta conciliar el sueño. La niña de dieciocho años, extraña los tiempos en que la madre luchaba contra sus manos para evitar las mordidas. No sabe que un consejo médico había detenido el interés de la mujer por prohibir sus rabietas. Tras repetidas instancias de coraje ininterrumpido, el gusto por la carne en la boca hizo que Virginia se auto devorara la piel ante cada momento de ira. Por muchos años disfrutó, incluso, del proceso de curación.        

La  niña  se  ensimismaba cuando su madre le limpiaba las heridas con agua tibia y un paño limpio; gemía cuando, tal cual chorro de agua, la madre le aplicaba alcohol; se deleitaba con la aplicación de la crema antibiótica, sin perder de vista los dedos blancos y delgados de su madre. Gozaba de los besos en la frente que le daba su curandera y sentía las caricias de los rizos rojos de su cabello al retirarle los labios. Esos besos eran un aparente cierre del rito. Una vez la mujer giraba la vista y la enfocaba en tareas menos agradecidas, Virginia lamía la crema y rebasaba el amargo alcohol, hasta encontrar el sabor auténtico de su herida; se la acariciaba con la lengua en movimientos circulares y volvía a conciliar el sueño.

Si Virginia tuviera dieciocho años perfectamente cumplidos, sabría que su madre fue poeta, que escribió doce poemas dedicados al amor, nueve a la maternidad y uno al desamor. La niña sí sabe que esa mujer es su madre, que no sonríe, ni llora, que antes hablaba con ella con articulaciones y gestos exagerados que le pedía que repitiera. Sabía, además, que cuando llegaba una visita a la casa, debía permanecer en su cuarto; desconocía las razones, pero no se las cuestionaba. Virginia oía, aunque no lo demostrara, escuchaba poco y entendía que era amada cuando contactaba a su madre con una mirada, instante en que le sonreía y su madre le correspondía con un afecto herido que sus ojos delataban.

—¡Al cuarto! —imperativo de costumbre.

—¡Mami! —negociación de rutina.

—¡Virginia! —fin de la conversación.

Virginia arrastraba la maleta rosa hasta su habitación y cerraba la puerta. Comúnmente jugaba con sus muñecas mientras esperaba. Cuando la niña oía un silencio en que la mujer dejaba de exclamar frases y jadeos, y en que la pared dejaba de emitir los golpes de la madera en su contacto, sonreía y movía su torso hacia adelante y hacia atrás con alegría. Ese silencio le servía de anticipación al instante en que su madre abría la puerta, consigna que la autorizaba a pasearse nuevamente por cualquier rincón de la casa.

Si Virginia tuviera dieciocho años perfectamente cumplidos, sabría que eran esas visitas las que garantizaban la leche de soya, las manzanas verdes, el jugo de uvas rojas, las galletas de miel y el pan con pasas, placebos gastronómicos para ella que encabezaban la lista del mercado de la madre.

—¡Al cuarto! —dijo en medio de un bostezo.

—¡Mami! —negociación de rutina.

—¡Virginia! —fin de la conversación, con brazos cruzados.

Virginia guardó las muñecas en la maleta rosa y fue hacia la cocina. Tomó la última manzana verde que quedaba en la canasta, la mordió para aguantarla, se dirigió a su cuarto y cerró la puerta. Aún con la manzana pillada entre los dientes, sacó la muñeca morena de la maleta, la abrazó, la observó, la sentó junto a ella en el suelo, liberó a la manzana de su boca y le ofreció un pedazo a la morena de goma. Entre los juegos y las mordidas a la fruta, percibió las frases, gemidos y ruidos habituales hasta no oírlos más. Comenzó la rutina de alegrías en que sonrió y movió su torso. Pasado más tiempo de lo habitual, en esa ocasión no hubo consigna. Rabiosa, se clavó los dientes en los puños, se babeó el cuello de la camisa y lloró, pero no pudo conciliar el sueño. Aún se mordía el puño derecho, por lo que, con la mano izquierda, guardó su muñeca en la maleta y cerró la cremallera. Arrastró la maleta y se dirigió a la puerta. La pateó con el fin de abrirla sin tener que desclavarse los dientes de la mano ni dejar de empuñar el mango rosa. Ocho patadas coléricas dieron resultado. Virginia esperó la mirada punitiva de su madre ante su desobediencia, pero no la encontró. La niña recorrió los rincones de la casa, en busca de la curandera que la hacía disfrutar del proceso. No la vio, no la oyó, pero supo que estaba cerca.

—¡Mami! —sin negociaciones.

Con ocho patadas violentas, abrió la puerta del cuarto de su madre. La halló tendida en el suelo, acostada sobre su espalda, pálida y ensangrentada. Se sentó junto a ella y repitió “¡Mami!”, cariñosa esta vez. Como la mujer no respondió, Virginia sacó una muñeca rubia de la maleta, la abrazó, la observó, la sentó junto a ella en el suelo y le pidió, en un código muy particular, que hiciera silencio porque su madre dormía. Pasadas las horas, sin aburrirse de jugar, pero con demasiado cansancio, la niña se acurrucó al lado de su madre, se llevó el puño herido a la boca, sin crema antibiótica ni alcohol, y se deleitó con el sabor auténtico de su herida; se la acarició con la lengua en movimientos circulares hasta conciliar el sueño.

La mañana siguiente, Virginia dijo “¡Mami!” y la madre no respondió. Sacó su muñeca morena, la abrazó y le dijo “Leche”. La morena no respondió. Sacó su muñeca rubia, la abrazó y le dijo “Leche”. La rubia no respondió. Hambrienta y enojada, la niña arrojó sus muñecas al aire e impactó las piernas de su madre con patadas. La madre no abrió los ojos. Se puso de pie, tomó a la muñeca morena, que tras el arrebato había caído al suelo, al lado de los pies de la madre, y la guardó en la maleta. La rubia había caído muy cerca de la cabeza de la mujer, de la cual había goteado el líquido rojo y espeso por horas. Virginia la levantó y observó el cabello de la muñeca, teñido de rojo, y enunció un “¡Mami!” enternecido.

Se dirigió a la cocina, quiso meter una mano en la canasta, pero en una llevaba a la nueva pelirroja y en la otra, el mango rosa. Optó por aguantar a su muñeca con los dientes. Introdujo la mano en la canasta y se percató de que estaba vacía; frunció el ceño. Dirigió la mano hacia su muñeca y la empuñó por los pies. El abandono de la presión de los dientes creó un hilo de saliva y sangre desde el cabello de antigua rubia hasta la lengua de Virginia. La niña lo saboreó y se miró la herida, reconociendo la similitud gustosa. Se regresó la muñeca a la boca y le acarició la cabeza con la lengua en movimientos circulares. Finalizó el sabor luego de unos minutos. Observó que la muñeca era rubia nuevamente. Corrió hacia el cuarto de su madre, muñeca y maletas empuñadas, en busca del líquido que asemejaba a su rubia de goma con aquella mujer. Lo encontró, se empapó las manos de rojo y le pintó el cabello. En breves segundos, Virginia se devoró con la lengua las manos empapadas. Repitió el acto una y otra vez, hasta que el piso quedó seco.

Las horas de juego y de hambre condujeron a la niña a otra rabieta en que se clavó los dientes en los puños, se babeó el cuello de la camisa y lloró hasta conciliar el sueño, acurrucada junto a la mujer.

La luz del sol, filtrada por la ventana, hizo que la niña abriera los ojos, tras horas de sueños livianos. Virginia exploró torpemente el lugar en busca de leche de soya, manzanas verdes, jugo de uvas rojas, galletas de miel, pan con pasas o líquido espeso y rojo. No encontró nada. En su búsqueda visual, se percató de que algo brillaba sobre la cama. La atención de la niña grande se fijó en el diario de cubierta dorada. Balbuceó incoherentes fonemas en simulación a una lectura que no podía hacer. Los poemas de su madre, amorosos, maternales y sufridos, no significaban nada para ella.

“Nunca y siempre sinónimos son cuando se trata de ti”. Así iniciaba el poema de la página treinta y seis, dedicado a Esteban, padre de Virginia. Arrancó la página e hizo hojuelas con ella, desconociendo que, en poesía, su madre describía a un falso ser. Con el verso “Somos una boca que se esconde entre ósculos afables”, finalizaba el poema de la página setenta y ocho. Ignorando que la madre lo escribió apoyando el diario sobre el vientre convexo de ocho meses de gestación, la niña destruyó la página en la que la poeta se despedía del dolor de ser esposa y le daba la bienvenida al placer de ser madre. Luego hizo de ella una esfera imperfecta y la masticó. “Yo maté a Esteban antes de que él se suicidara”, decía en la página noventa y cuatro, hoja que arrancó, rompió y se tragó en pedazos, como si supiera que la partida de su padre se debió a que ella nunca crecería, aunque cumpliera años y que su madre debió exclamar y jadear desde ese momento para darle de comer.

Pasaron algunos días y los únicos alimentos de Virginia fueron sus heridas, sus juegos y los trozos de poemas del diario de su madre. Tenía los labios rotos, la lengua seca, sentía mareos y dificultad para moverse. Ninguna de las intenciones de su “¡Mami!” hacía que reaccionara para alimentarla y curarla. Su muñeca no era ya pelirroja como su madre, sino morena como la otra. A punto de desfallecer, la niña acarició el pelo a la mujer tendida, cerró los ojos y recordó el goce que sentía con los besos en la frente que le daba la curandera y las caricias de los rizos rojos de su cabello al retirarle los labios. Abrió los ojos tras esa retrospección onírica, y vio pulular un gusano en la oreja de la mujer. Lo tomó y lo mordió. Aún con el gusano pillado entre los dientes, sacó la muñeca morena de la maleta, la abrazó, la observó, la sentó junto a ella en el suelo, liberó al gusano de su boca y le ofreció un pedazo a la morena de goma.

Continúan las rabietas de la niña, pero cada vez hay más alimento pululando del cuerpo de su madre, tal cual leche materna. Virginia, con dieciocho años, se alimenta de su progenitora. Extraña los tiempos en que luchaba contra sus manos para evitar las mordidas, en que la oía exclamar frases y jadeos, y en que la pared emitía los golpes de la madera en su contacto. Para distraerse, juega con sus muñecas y patea las piernas de su madre ocho veces cada vez.

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Mary Ely Marrero-Pérez



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Comentarios

  1. Tremendo relato que siembra preguntas y congoja, por igual. Impotencia, realidad... BRAVA querida Mary Ely!!! Me quito el sombrero ante tamaña escritora.

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