DE A TRES, MARY ELY MARRERO-PEREZ, PUERTO RICO

 

Serena fantaseaba con Esteban. Salía del restaurante y caminaba hacia el apartamento, en el que, como por ritual, se mecía en una silla apolillada. Imaginaba que, sentada en sus piernas, le robaba besos mojados con el sabor del vino tinto y del queso manchego que le había ordenado como aperitivo. A las diez y cuarenta y siete de la noche, Serena conciliaba el sueño en la falda de su platónico Esteban. A las ocho y treinta de la mañana, la alarma del reloj le indicaba que nunca le había visto los ojos a ese hombre y que, una vez más, se había quedado dormida en aquella incómoda silla.

—Mesa para uno, por favor —solicitó el hombre con voz bronca.

Era la cuarta vez que Esteban cenaba en el restaurante durante el turno de trabajo de Serena. Ella se esmeraba por servirle: los platos salían perfectamente preparados y decorados. Era amable sin excesos incómodos cuando él ordenaba con el bajo de su voz siempre platos distintos.

—Chuletas de cordero en salsa de guayaba, caballero —respondió Serena ante la petición de una sugerencia para el plato principal.

Serena fantaseaba con el recorrido que haría la salsa de guayaba en la lengua y dientes de Esteban ya que él estuvo de acuerdo. Sin mirarla, costumbre suya, le devolvió el menú.

El hombre tenía las manos enormes, los brazos gruesos, los hombros anchos y el cabello muy oscuro. Era ese el recorrido visual que hacía Serena cada día. Aunque Esteban no se fijaba en ninguna parte del cuerpo de Serena, ella imaginaba más que eso: con las puntas de los dedos, ese hombre le recorría el cuello tal cual una hormiga que quiere picar; con la lengua endulzada de vino y guayaba, Esteban le acorralaba la lengua hasta dejarla muda. Idílica, Serena se ensimismaba en quien consideraba su único y particular cliente.

La quinta noche, no pagó en efectivo. Fue así que Serena supo el nombre de su amado al verlo tallado en el plástico de una tarjeta. Serena rozó los dedos sobre las letras repujadas, cerró los ojos y pronunció el nombre de su cliente en un susurro.

—¿Te espero de nuevo mañana? —dijo Serena un tanto abrupta.

Esteban no le respondió. Abrigo en brazo, empuñó el paraguas y caminó hacia la salida, sin observarla y sin mirar hacia atrás, mientras ella persiguió sus pasos con los ojos atormentados de realidad.

—Volverá —dijo Serena con una seguridad que nunca había exhibido.

***

—Necesito que mi hombre me ame. Solo ordena su comida y se va sin otorgarme la propina deseada —le dijo sollozando a Bruja Verde, desesperada, parada con piernas temblorosas en el piso de madera rústica del balcón de una mujer que siempre obraba para bien.

—En mi jardín tengo la solución a tu problema —Bruja Verde la miró hasta asustarla, cerró la puerta y desde el interior, le advirtió que no entrara.

La mística amiga invocó a los entes de bien para que la confección de los polvos fuesen la sazón propicia para curarle la serenidad y para reponerle el corazón. Inició con la base en polvareda de las ramas aromáticas de la canela: provocadora de fuegos carnales. Trituró semillas de alcaravea y las lanzó sobre la canela como si quisiera que fueran una sola especia: es un remedio para el amor que se dilata. Con fines lujuriosos y anti inhibidores, le añadió comino, para exorcizar los fantasmas del canon pasional. El eneldo formó parte de los mágicos triturados: protegería las sábanas y las mantendría mojadas para que el hechizado se enamorara de ella con locura. Bruja Verde no preguntó: le añadió jengibre, habiéndolo machacado con un molcajete, Serena también se enamoraría perdidamente. El último ingrediente añadido a la mágica receta, fue la cúrcuma, hierba del dominio.

—Polvorearás su comida diciendo: “¡Eres mi Esteban!”.

Serena comprendió que debía susurrarlo y repetirlo. Intentó arrebatarle la bolsa de tela en la que Bruja Verde había depositado su conjuro mientras le preguntaba:

—¿Cuánto te debo? —solo encontró la resistencia de una aclaración.

—Cien dólares, pero no me los des ahora. Sé que si funciona vendrás a pagármelos.

Serena caminó confundida e hizo crujir la madera del piso de la mujer que había curado a todas las mujeres de su familia.

***

Era la sexta vez que Esteban cenaba en el restaurante durante el turno de trabajo de Serena. Ella lucía tan distinta: una sonrisa le acaparaba la mirada, hasta que escuchó de la voz de su amado un “Mesa para dos, por favor”. Sintió un mareo y un torcido en el centro del pecho, como si el corazón le palpitara desde la cabeza. “¿Para dos?”, se cuestionó en silencio. Los guio hacia la mesa, temblorosa y mareada aún.

Amanda jugaba a deslizar los dedos en una de las manos enormes de Esteban. El brazo derecho del hombre, grueso y tan observado por Serena, le servía a Amanda de reposo para la otra mano. Serena supo que esa mujer había lamido los hombros anchos de su hombre y que le había empuñado el cabello oscuro mientras se comían el sabor del vino y el queso manchego en un beso. Se los imaginó en su silla apolillada, quedándose dormidos después de gemir.

Ante el silencio de la mesera, Amanda ordenó, autoritaria, vino tinto para ambos. Esteban ordenó, indiferente, espinacas con mantequilla y fue interrumpido por el pedido de la mujer de una bruschetta de conejo al ajo. Amanda aún reposaba su mano sobre el brazo del hombre. Esteban, con el menú en una mano y la otra amalgamada a los dedos corredizos de su compañera, prosiguió ordenando un puré de batata y calabaza, y exigió que le agregaran doble porción de miel. Serena sentía que el mareo le dominaba las piernas, pero fue enigmáticamente fuerte. Repitió los detalles de la orden, mientras Esteban miraba el rostro de Amanda.

La cocina se convirtió en testigo y aliada de Serena, quien siguió las instrucciones de Bruja Verde: susurró y repitió. Concluyó la aplicación diciendo: “Quiero pagarle cien dólares a esa buena mujer”. Se dirigió a la mesa. Nuevamente la sonrisa le decoraba el rostro, aunque ninguno de los dos notó la diferencia. Sirvió los platillos y se retiró confiada. Pasados diez minutos, Serena se dispuso a servirles más vino. Esteban la miró por primera vez. La quemazón le cegó el consciente y Serena cedió al desmayo que la había perseguido esa noche. 

Al despertar, no reconoció el espacio al que había viajado, pero la boca le sabía a batata y calabaza.

—Sabe a canela —musitó Amanda y Serena reconoció su voz.

—También a jengibre —respondió Esteban.

Tres segundos después, entendió que el frío que sentía en los senos se lo provocaba la lengua de la mujer y que el calor en los muslos se lo producían las manos del hombre. Pasaron diez segundos más y Serena dirigió una mano hacia el rostro de Esteban y la otra hacia el de Amanda.

Por los próximos tres días, perdieron la diferencia entre la noche y el alba, no visitaron restaurantes, se quedaron dormidos en la cama, en el suelo y en la tina. Bruja Verde merecía los doscientos dólares que la mesera le dejó en el balcón rústico cuatro días después, envueltos en la bolsa de tela que aún tenía restos del encanto. Desde ese día hechizado, todos los espacios fueron para Serena como los que había fantaseado taciturna en su silla apolillada.

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Mary Ely Marrero-Pérez



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El cuento es parte de la colección de cuentos titulada HAMBRE: QUE SOLO PUEDE TRAGARSE A PALABRAS de la Colección Imago de Lamaruca, Gesta Cultural Vitrata. Pulsa los títulos de los libros para que obtengas tus ejemplares.




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